Un sapo cantaba a la orilla de un
río, cuando de pronto se presentó una zorra.
-Sapo -le dijo-, ¿qué haces?
-Yo cazo mosquitos -contestó
tranquilamente el sapo.
-¿Y no te da vergüenza comer
mosquitos? Si tú fueras mi sirviente, comerías alimentos delicados.
-¿Cómo podré ser tu siervo, si tú
no puedes ni escapar de tus enemigos? -preguntó el sapo, sin alterarse ni un
poquito.
La zorra se puso furiosa al oír eso.
-¿Que no puedo correr de mis
enemigos has dicho? No pretenderás que te lo demuestre -bufó, enfurecida.
-No es presumir -cantó el sapo-,
pero en igualdad de condiciones corro mucho más que tú.
La zorra, herida en su amor propio,
arregló una apuesta. El sapo debía correr bajo el agua y la zorra por la orilla;
cada cierto tiempo, la zorra llamaría al sapo y éste debía contestar.
Así fue. Partió la zorra a todo
correr por entre los juncos y cañas, después de algún tiempo se detuvo, tomó
aliento y gritó:
-¡Sapo! ¡Sapo!
-¡Toe! ¡Toe! -contestó el sapo.
Partió de nuevo la zorra, río
arriba, cruzando montes y salvando piedras.
De nuevo preguntó:
-¡Sapo! ¡Sapo!
-¡Toe! ¡Toe! -contestó el sapo.
Corría la zorra como el viento, la cola entre las piernas,
las orejas tendidas y la lengua afuera.
-¡Toe! ¡Toe! -seguía cantando el sapo.
Muy arriba, la zorra se detuvo jadeando. Tenía la lengua
morada, los ojos como sangre, toda ella temblaba.
Miró rabiosa el agua y quiso de
nuevo seguir corriendo, pero no pudo, dio unos cuantos pasos más y reventó.
A la orilla del río, una larga fila
de sapos cantaban a medida que iban saliendo los luceros de la tarde:
-¡Toe! ¡Toe! ¡Toe!
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