Había una vez un niño enfermo
llamado Juan. Tenía una grave y rara enfermedad, y todos los médicos aseguraban
que no viviría mucho, aunque tampoco sabían decir cuánto. Pasaba largos días en
el hospital, entristecido por no saber qué iba a pasar, hasta que un payaso que fue
a visitar a un familiar que estaba internado en el mismo ambiente se enteró de
la enfermedad y tristeza del niño, se acercó con una alegría desbordante y le dijo:
- ¿Cómo se te ocurre estar triste?
¿No te hablaron del cielo de los niños enfermos?
Juan negó con la cabeza, pero
siguió escuchando atento.
- Pues es el mejor lugar que te
puedas imaginar, mucho mejor que el cielo de los papás o cualquier otra
persona. Dicen que es así para compensar a los niños por haber estado enfermos.
Pero para poder entrar tiene una condición.
- ¿Cuál? - preguntó interesado el
niño.
- No puedes abandonarte, no puedes
morirte, sin haber llenado el saco.
- ¿El saco?
- Sí, sí. El saco. Un saco grande y
gris como este – dijo el payaso mientras sacaba uno bajo su chaqueta y se lo
daba. - Has tenido suerte de que tuviera uno por aquí. Tienes que llenarlo de
billetes para comprar tu entrada.
- ¿Billetes? Pues vaya. Yo no tengo
dinero.
- No son billetes normales, chico.
Son billetes especiales: billetes de buenas acciones; un papelito en el que
debes escribir cada cosa buena que hagas. Por la noche un ángel revisa todos
los papelitos, y cambia los que sean buenos por auténticos billetes del cielo.
- ¿De verdad?
- ¡Pues claro! Pero date prisa en
llenar el saco. Llevas mucho tiempo enfermo y no sabemos si te dará tiempo.
Esta es una oportunidad única ¡Y no puedes morirte antes de llenarlo, sería una
pena terrible!
El payaso tenía bastante prisa, y
cuando salió de la habitación Juan quedó pensativo, mirando el saco. Lo que le
había contado su nuevo amigo parecía maravilloso, y no perdía nada por probar.
Ese mismo día, cuando llegó su mamá a verle, él mostró la mejor de sus
sonrisas, e hizo un esfuerzo por estar más alegre que de costumbre, pues sabía
que aquello la hacía feliz. Después, cuando estuvo solo, escribió en un papel:
“hoy sonreí para mamá”. Y lo echó al saco.
A la mañana siguiente, nada más
despertar, corrió a ver el saco ¡Allí estaba! ¡Un auténtico billete del cielo!
Tenía un aspecto tan mágico y maravilloso, que el niño se llenó de ilusión, y
el resto del día no dejó de hacer todo aquello que sabía que alegraba a los
doctores y enfermeras, y se preocupó por acompañar a otros niños que se sentían
más solos. Incluso contó chistes a su hermanito y tomó unos libros para
estudiar un poquito. Y por cada una de aquellas cosas, echó su papelito al
saco.
Y así, cada día, el niñó despertaba
con la ilusión de contar sus nuevos billetes del cielo, y conseguir muchos más.
Se esforzaba cuanto podía, porque se había dado cuenta de que no servía el
truco de juntar los billetes en el saco de cualquier manera: cada noche el
ángel los colocaba de la forma en que menos ocupaban. Y Juan se veía obligado a
seguir haciendo buenas obras a toda velocidad, con la esperanza de conseguir
llenar el saco antes de ponerse demasiado enfermo...
Y aunque aún tuvo muchos días,
nunca llegó a llenar el saco. Juan, que se había convertido en el niño más
querido de todo el hospital, en el más alegre y servicial, terminó curándose
del todo. Nadie sabía cómo: unos decían que su alegría y su actitud tenían que
haberle curado a la fuerza; otros estaban convencidos de que el personal del
hospital le quería tanto, que dedicaban horas extra a tratar de encontrar
alguna cura y darle los mejores cuidados.
El caso es que todos decían la
verdad, porque tal y como el payaso había visto ya muchas veces, sólo había que
poner un poquito de cielo cada noche en su saco gris para que lo que parecía
una vida que se apaga, fueran los mejores días de toda una vida, durase lo que
durase.
MENSAJE:
La ilusión por hacer el bien hasta
el final mejora la actitud vital, y es fuente de esperanza y salud para quienes
sufren enfermedades graves.
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