Erase un chiquillo astuto que
salió un día de casa dispuesto a vender a buen precio un asno zarrapastroso.
Con las tijeras le hizo caprichosos dibujos en ancas y cabeza y luego le cubrió
con una albarda recamada de oro de fantasía. Dorados cascabeles pendían de los
adornos, poniendo música a su paso.
Viendo pasar el animal tan
ricamente enjaezado, un alfarero llamó a su dueño:
-¿Cuánto quieres por tu asno
muchacho?
-iAh, señor, no está en venta!.
Es como de la familia y no podría separarme de él, aunque siento disgustarle.
Tan buena maña se dio el chiquillo,
que consiguió el alto precio que se había propuesto. Soltó el borrico, tomó el
dinero y desapareció, como si la tierra se lo hubiera tragado.
La gente del pueblo se fue
arremolinando en torno al elegante asnito.
¡Qué elegancia! ¡Qué lujo!
-decían las mujeres.
Hasta que tímidamente dijo el
panadero al nuevo dueño, que lo importante no es el traje, sino lo que va
dentro.
-insinúas que el borrico no es
bueno? -preguntó molesto el alfarero.
Y para demostrar su buen ojo en
materia de adquisiciones, el panadero arrancó de golpe la albarda del animal.
Los vecinos estallaron en carcajadas. Al carnicero, que era muy gordo, la
barriga se le bamboleaba de tanto reír. Porque debajo de tanto adorno, cascabel
y lazo no aparecieron más que cicatrices y la agrietada piel de un jumento que
se caía de viejo.
El alfarero, avergonzado, reconoció:
- ¡Para borrico, yo!
MENSAJE:
No siempre lo que uno ve, es cierto.
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